FS22 - Emoción y espacio
Tener una mesa desproporcionada en el salón. Ocupar el espacio en base a lo que te importa. La lógica a veces es inversa a la felicidad.
¡Hola! Soy Salvador Serrano. CEO de mendesaltaren. En los últimos años he ayudado a decenas de empresas a crear sus marcas y productos digitales. Mientras tanto, hemos hecho crecer mendesaltaren hasta lo que es hoy.
En este lugar, comparto mis impresiones sobre diseño, liderazgo, personas y cultura.
Mi salón da a oeste. Eso significa varias cosas.
Una, que la luz de la tarde es increíble. Viviendo en una sexta planta tienes sol directo desde medio día. Durante el invierno puedes disfrutar de un cálido baño de sol que te quita el frio de los huesos mientras que en verano puedes sobrevivir con las cortinas cerradas y el aire acondicionado puesto. Significa también, que a última hora del día -cuando el sol incide prácticamente en perpendicular- se deja ver con descarado exhibicionismo todo el polvo y suciedad acumulados. Da igual las veces que pase la Roomba cada semana. Ese sol picado revela cada mota de polvo. Cada ácaro.
Estas últimas semanas estoy fijándome más en mi casa que de costumbre. Mi casa no es mía, es de mi vecina de abajo. Las paredes de gotelé no las he decidido yo. Tampoco la caprichosa distribución del espacio, con paredes en ángulos extraños a pesar de su planta cuadrada. Mucho menos la lámpara del techo del salón. Una plancha de plástico traslucido que parece un tragaluz pero que oculta unos fluorescentes de tubo. El trampantojo aguanta dos tardes, luego solo ves fluorescentes. Los muebles, su estética y la importancia jerárquica y funcional que ocupan sí son decisión mia. También la iluminacion indirecta (esos fluorescentes no se usan) y por supuesto también la decoración. El contenedor venía dado pero el contenido es mío. Cada mueble, cada objeto.
Me mudé aquí hace un año. Traje mis trastos en un pequeño camión, que ocupé hasta aproximadamente un tercio. Los chicos trajeron mi mudanza y luego se fueron a llevar la otra mitad del porte a Cadiz. De Madrid al levante y de ahí al sur. Una cuadrilla de simpáticos venezolanos que hacen muy bien su trabajo. En un año he comprado bastantes cosas y me he deshecho de otras tantas. Me pregunto si todavía cabrían en un tercio de camión.
En estas semanas he visto una cantidad ingente de perfiles sociales que mostraban salones increíblemente bien decorados. Llenos de preciosas láminas, muebles de diseño, lámparas emblemáticas. Si observas con atención te darás cuenta de que algunos de esos salones son en realidad el piso entero. Estudios muy bonitos, pero estudios asfixiantes a pesar de todo. Mejor no preguntar.
Entre reel y reel fui consciente de algo. Pocos de esos espacios tenían la misma distribución que el mío. En mi salón hay un elemento que daba por hecho, pero cuya ausencia se me ha hecho notoria en todo ese cuidado mobiliario. En esos decorados. Todos ellos tenían un sofá, muchos, una televisión o un proyector. La mayoría contaba con un rincón para un tocadiscos u otro equipo de música y algunos incluso un espacio de lectura. Plantas. Más plantas. Lámparas de pie y lámparas de mesa para crear ambiente y bonitas estanterías plagadas de libros.
Me di cuenta de que en realidad pocos albergaban un elemento para mí indispensable. Una mesa de comedor. En mi caso es una mesa que compré de segunda mano en el rastro de Madrid. En una pequeña tienda llamada “El trastero universal”. No es una de esas tiendas de muebles de diseño, donde todo está restaurado, es perfecto y caro. Es un trastero angosto, oscuro y lleno de polvo donde todavía puedes encontrar algunos tesoros a buen precio. La mesa es de roble y diseño nórdico. Una mesa excelente, aunque necesitaría una restauración para ser perfecta y cara. Es bastante grande y tiene 4 sillas que lo flanquean. Tengo otras sillas guardadas en rincones de la casa para cuando hace falta. Caben cómodamente seis personas, ocho, apretados y si le pones las extensiones que tengo en el armario, te entran doce personas muy a gusto.
Miraba mi mesa y pensaba en que quitarla o cambiarla sería una decisión razonable. Podría poner otros objetos a los que dar más uso. Crear otro ambiente con muebles nuevos.
Le tengo cariño a la mesa, fue un regalo que hice mucho tiempo, que por circunstancias acabó en mi poder años después. Recuerdo perfectamente el día en que la regalé. Es una muy buena mesa y me ha acompañado bastante tiempo. Lo cierto es que para el uso que le doy su tamaño es simplemente exagerado. Rara vez la uso para comer, para ello existe un pequeño rincón en la cocina. La mesa del salón tiene que competir con la comodidad de la cocina, con la compatibilidad de cenar cualquier cosa mientras ves una película en la mesa auxiliar. Con la alienante posibilidad de comer frente al ordenador. La mesa del salón es la mesa para invitados y poco más. Si su tamaño es desproporcionado en mi salón actual, que no es pequeño, pienso en lo absurdo de esa mesa en mi anterior estudio monoespacio de Carabanchel. Donde todo estaba medido.
A pesar de todo no me voy a deshacer de la mesa. No la voy a sustituir por otra más pequeña. Esa mesa es la esperanza de otra cosa. Es las ganas de una reunión de amigos. De una visita de la familia. De una tarde cocinando y una noche con vino. De una sobremesa que se alarga. De un aperitivo que acaba en bailes. Esa mesa es mi forma de decirme que no. Que no estoy solo. Que aunque pase la mayor parte del tiempo en el despacho todo lo hago para tener un salón en el que disfrutar. En el que expandirme. En el que compartir.
Esa mesa representa lo que soy y por eso aunque el tiempo que le dedico es menor, es a la vez el tiempo mejor vivido. Puedo listar los momentos en torno a esa mesa, crear la lista de participantes y desgranar el menú de ese día. Reservo un espacio que no está relacionado con la función que ocupa, con los casos de uso que resuelve y por tanto con su jerarquía, si no con lo que a mi me importa.
Esa mesa representa lo que soy y por eso aunque el tiempo que le dedico es menor, es a la vez el tiempo mejor vivido. No logro recordar más que un aglomerado de momentos en otros espacios pero puedo recuperar cada uno de los que he pasado en la mesa del comedor este último año. Puedo listarlos, crear la lista de participantes y desgranar el menú de ese día. Reservo un espacio que no está relacionado con la función que ocupa, con los casos de uso que resuelve y por tanto con su jerarquía, si no con lo que a mi me importa. Con los recuerdos que me brinda. Si cierro los ojos -figurativamente- puedo evocar una larga enumeración de momentos que me importan en torno a esa mesa, en esta y en otra ciudad. Con personas que no están en mi vida y personas que sí.
Como clientes, como usuarios, como personas, tomamos nuestras decisiones de forma irracional y las justificamos de manera racional. Nos aportamos datos y argumentos que demuestran que aquello que hicimos tuvo un sentido. La ciencia y la psicología nos lo demuestran. En cambio, a la hora de crear productos, espacios o experiencias seguimos pensando que todo argumento debe ser racional, lógico, frío. Debemos preguntar al usuarios, debemos saber qué quiere el usuario, qué problemas tiene. Quizá también deberíamos observar más, entender más, sentir más.
Pienso en cómo las decisiones que tomamos nos alejan o nos acercan a ese tiempo mejor vivido. A lo que verdaderamente importa. En cómo las reglas a veces las dictan otros. En cómo diseñamos productos en base a sus métricas de uso, a las supuestas necesidades de nuestros usuarios. Y cómo así desatendemos sus anhelos, sus sueños. Sus esperanzas que son las nuestras. Sus tiempos mejor vividos. Tener una mesa desproporcionadamente grande en el salón. Ocupar el espacio en base a lo que te importa. Optimizar la felicidad. Suboptimizar la lógica.
Gracias por leer Fundamentos Serrano.
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¡Precioso artículo Salva! Cada día más. Las emociones son mi brújula. Por eso, si pudiese elegir entre la mesa vieja de casa de mi abuela y una de un prestigioso estudio de New York la decisión sería sencilla. Lo mismo me sucede con las personas.